Sin embargo, su segunda obra, Tiempo de amor, producida por Época Films y co-escrita con su esposa y colaboradora, Elena Sáez, pese a no ser tan conocida popularmente como otros films de la época, de parecida temática y tratamiento (La tía Tula, El buen amor, Nueve cartas a Berta), me ha parecido siempre una de esas joyas ocultas y minusvaloradas del cine español.
Con una palpable influencia del mejor cine europeo de la época (pienso en los primeros títulos de Louis Malle, Zurlini o el Ermanno Olmi de Il posto o I fidanzati, más que en otros grandes nombres de la nouvelle vague o el cine italiano), se acoge a una fórmula habitual de la época en aquellas cinematografías: el relato compartimentado en varias partes independientes, separadas argumentalmente, pero unidas por un mismo tono narrativo y una similar intención y marco temático (recordemos títulos como L'amore in cittá o I mostri, entre otros muchos). No en vano, dicha construcción era también familiar y presente en la literatura española de posguerra (estoy pensando en referentes como, salvadas las distancias, La colmena, de Camilo J. Cela, o La noria, de Luis Romero, entre las que conozco).
Mediante un acercamiento sincero y verista, cercano en algunos momentos a cierto behaviorismo realista vigente en la época (recordemos, por ejemplo, El Jarama, de Sánchez Ferlosio o las primeras obras de Martín Gaite, Aldecoa, Fernández Santos...) el film nos narra tres breves relatos, cíclica y elegantemente encadenados, centrados en figuras femeninas de la época, en sus deseos relaciones sentimentales, en la influencia que en ellas tiene el limitado y gris contexto social en que se desarrollan: la España de la época.
En el primero de ellos, titulado "El atardecer", el protagonismo recae en una pareja de novios, la formada por Alfonso (ajustado Agustín González), empleado de banca y sempiterno opositor a la Administración, y Elvira (maravillosa Julia Gutiérrez Caba, imposible mayor intensidad y concisión expresiva). Tras más de una década de relaciones, la pareja cifra sus esperanzas de futuro y sus posibilidades de matrimonio en el éxito en dichas oposiciones, lo cual se verá frustrado cuando él no llegue ni siquiera a presentarse a las mismas. Les vemos en su devenir cotidiano por un grisáceo Madrid de añejos cafés, aburridos cines y plomizas aulas universitarias y oficinas, caracterizados por una agobiante abulia.
La inalcanzable meta del matrimonio, trasunto de la respetabilidad social, la apertura al sexo y la pérdida de la virginidad, irá paulatinamente causando en el personaje de Elvira un creciente desososiego y ansiedad, hasta alcanzar el momento catártico de su pequeña crisis nerviosa en el cuarto de baño de la oficina donde trabaja como secretaria, sabiamente punteado por el crescendo de la partitura musical. Tras el fracaso derivado de la no presentación a las oposiciones, la pareja acaba reconciliándose en el piso donde Alfonso vive junto a una anciana tía, donde tras sucesivos y pasionados besos y toqueteos, tendrá lugar su primer (y naturalmente elidido por completo) encuentro sexual, único momento en que ambos parecen felices, en soledad, en todo el relato.
Tras ello, la pareja acude a una moderna cervecería (metáfora de su evolución y cambio de status, de su incorporación a la nueva sociedad: se pasa de la antigua y clásica cafetería burguesa al moderno bar con juke-box), donde ella da rienda suelta a su nuevo estado de felicidad y desinhibición mientras él enseguida se despistará mirando ávidamente las piernas de una jovencita de la barra.
La represión sexual y el instinto maternal (se queda mirando a unos niños que pasan por la acera al salir del trabajo) se reflejan permanentemente en los ojos de Elvira, así como la sutil pero siempre presente y creciente presión social de su entorno (los comentarios de los compañeros de oficina, del camarero de la cafetería, etc...), finalmente liberada tras el clímax en que desenlaza el relato.
Todo esto nos es mostrado con enorme sutileza y adecuado tempo por Diamante, con una sintaxis narrativa diáfana, sutil, atenta a los detalles y las miradas de los personajes, suvamente lírica; con una narración lineal, clara, alejada de alambicados simbolismos (tan presentes en otros cineastas de la época), apoyándose para ello en el verismo socio-antropológico que le aportan las acertadas localizaciones naturales donde transcurre la acción.
En el segundo episodio del film, titulado "La noche", nos encontramos con dos jóvenes dependientas de una boutique de cosmética (similar tipología pero distinto tratamiento a la que podía verse en comedias costumbristas de éxito en la época, tales como Las muchachas de azul), Loli (Mara Goyanes) y María (Enriqueta Carballeira, actriz fetiche de aquel cine, presente en esos años en La tía Tula o El buen amor), quienes son invitadas por un grupo de amigos a un guateque en el apartamento de uno de ellos. Allí, María, pacata y excesivamente tímida, no consigue divertirse y relacionarse con normalidad con el resto, hasta la llegada de Servando, una especie de extraño y carismático playboy sudamericano (Julián Mateos, en una afectada composición que desentona del conjunto). Incapaz de sustraerse a su verborrea galante, María acabará besándole y declarándose su novia, tras pasar la velada charlando y bailando. Al llevarla en coche de regreso a su casa en el madrileño barrio de Entrevías, Servando intentará culminar su conquista obteniendo el rechazo pudoroso de la muchacha en una especia de acto sexual frustrado, la cual resultará insultada y humillada por el despechado. El episodio supone un a modo de violación moral de la ingenuidad y candor casi infantil de la chica, incapaz de superar la represión sexual (de nuevo clave del relato) que convierte en insuperable tabú la relación carnal con Servando.
Nos encontramos de nuevo el retrato de una mujer, joven e inexperta en este caso, incapaz de sustraerse a los encantos bastardos de un relamido conquistador, pero incapaz también de superar el tabú sexual en que ha sido educada.
La ambientación del episodio nos sitúa en un Madrid más snob y cosmopolita, en un apartamento de los barrios altos de la ciudad, presuntamente decorado a la moda internacional, dónde los jóvenes intentan comportarse de una manera más moderna, sin conseguirlo del todo (la amiga de María que acaba llorando ante el acoso sexual al que se la somete, la pedante conversación intelectual donde salen a relucir el marxismo y Toynbee, algo pillada por los pelos, el comportamiento estrafalario de algunos de ellos, etc...); el Madrid de los cachorros de las clases dirigentes, del que saldrá expulsada de regreso a su humilde origen, María, a modo de moderna Cenicienta, bruscamente despertada de su sueño, en un final abierto en el que la vemos, confusa y tambaleante, caminando por las vías del ferrocarril hacia un incierto horizonte.
El tercer y último episodio, titulado "La mañana", nos presenta a un matrimonio formado por un modesto médico de familia, José Cordón (Carlos Estrada, protagonista también de La tía Tula) y Pilar (una cálida Lina Canalejas), acosado por las estrecheches económicas causadas por la escasa remuneración que les procura el trabajo de médico y los gastos que ocasionan los prematuros hijos tenidos por el matrimonio (uno de ellos, Pedro Mari Sánchez, niño, inolvidable Críspulo de La gran familia).
Tras un casual encuentro durante un día de compras en el centro con una antigua amiga universitaria, casada también con un médico, pero de mejor posición social y económica y mayor vida cosmopolita, Pilar, angustiada por la envidia y la desazón, acabará discutiendo con su marido, achacándole falta de coraje y ambición para mejorar de condición, lo cual desembocará en una pelea conyugal finalizada con una aparatosa bofetada por parte de José.
Al día siguiente. la demora en regresar a casa de José, debida a la asistencia en el parto a una joven de una paupérrima familia gitana de los suburbios colindantes (encabezada por la carismática Lola Gaos) hará a Pilar acudir en su búsqueda. Tras ver a su marido en faena, terminará entendiendo su apuesta vital por la honradez y la profesionalidad, por la autenticidad y los principios, en una especie de marxista toma de conciencia y puesta en valor de su sacrificado esposo.
Finalmente, el relato termina con los dos caminando abrazados, por un descampado de pisos en construcción (símbolo de la nueva España que debía construirse y que esperaba en el futuro), en un nuevo final abierto, esperanzado en este caso, feliz, maravillosamente connotado por la música de Waitzman, nuevamente.
Al respecto de ella, su director comentó que “con Tiempo de amor (1964) no tuve problemas de censura y se llevó cuatro premios en el Festival de Valladolid.
Tuvo mucho éxito porque eran los retratos de tres mujeres en la España de los sesenta y conectó bien con el público”.
En resumen, un pudoroso pero sincero acercamiento a los usos y costumbres amorosos y sentimentales de la juventud mesocrática de aquella España, aquella llamada a cambiarla, a mejorarla.
Especialmente, una cálida aproximación a varias figuras femeninas, marcadas por la insatisfacción y el desasosiego, por el peso que el clima social reinante tiene sobre su destino.
Sin costumbrismos garbanceros ni didactismos moralizantes, Diamante realiza un conmovedor friso social, hermoso y veraz, perspicaz en la observación tipológica de la sociedad española del momento.
En los aspectos técnicos destaca la sutil y certera labor como montador del emblemático Pablo G. del Amo y la maravillosa banda sonora, entre clásica y jazzística, dividida en tres diferentes temas incidentales, paralelos a los tres episodios del film, del hispano-argentino Adolfo Waitzman (compositor y esposo de la cantante Encarnita Polo y autor de la música de multitud de films y programas de televisión de la época, tales como La gran familia, Atraco a las tres, Diferente, Un, dos,tres..., El verdugo, etc...)
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Como colofón, añado un resumen de la maravillosa banda sonora de Waitzman...
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