lunes, 17 de noviembre de 2008

Deep waters (Henry King, 1948)


El film se abre con una primera escena, situada en un embarcadero, en la que, en una lejana toma general, asistimos a lo que parece ser una ruptura sentimental. Ese tono sombrío y melancólico marcará el desarrollo de este contenido drama, ambientado en una localidad costera de Maine, entre gentes que se dedican a las labores del mar (pescadores, langosteros y sus allegados), inscribible en una tradición cinematográfica que ha dado notables obras, desde Tener y no tener , Capitanes intrépidos o Moontide, hasta la más reciente La tormenta perfecta, demostrando que el mar como territorio salvaje y hostil, como escenario turbulento donde encuadrar y potenciar metafóricamente a los personajes y sus relaciones, ha sido siempre un paisaje fructífero y jugoso, susceptible de un alto aprovechamiento dramático.

Poco a poco, de manera pausada y algo premiosa, Deep waters, producción de la Fox, basada en una desconocida novela de Ruth Moore y puesta en las veteranas y solventes manos de Henry King, nos va introduciendo en la vida de la pequeña población costera en que se sitúa y especialmente, en la del reducido núcleo de personajes protagonistas, retratados a modo de peculiar grupo familiar: un modesto langostero, Hod Stilwell (sobrio y convincente Dana Andrews, como de costumbre) y su socio y compañero de fatigas de origen portugués, Joe Sanger, contrapunto bienhumorado y animoso de los protagonistas, siempre imaginando negocios en tierra (patatas, visones, …) que nunca llevará a cabo (ajustada creación del ex-galán hispano César Romero, en un papel que parecería destinado a un Anthony Quinn); la novia del primero, Ann Freeman (bisoña pero encantadora Jean Peters, en su segundo papel cinematográfico), en cuyo trabajo como trabajadora social debe responsabilizarse de un niño huérfano, conflictivo e inadaptado, Danny Mitchell (encarnado por un Dean Stockwell en su etapa de actor infantil, pintiparado para este tipo de papeles, como se verá ese mismo año en su emblemático papel en El muchacho de los cabellos verdes, de Losey), hijo y sobrino de marineros fallecidos en alta mar, compañeros a su vez de Hod y Joe en los viejos tiempos.


Así pues, en su labor como trabajadora social, Ann dejará al pequeño Danny, tras varias escapadas de otros hogares de acogida y numerosos episodios conflictivos, en casa de la señora McKay (la siempre excelente secundaria Ann Revere, en uno de sus papeles de amargada sufridora, dura pero de buen corazón), quien deberá encargarse de su educación y encauzamiento disciplinario.
Tras conocer casualmente a Hod, Danny comenzará a navegar y pescar ocasionalmente con él y su socio Joe, logrando incluso pescar un halibut de gran tamaño en su primera incursión marina, surgiendo entre ellos una gran amistad de raigambre paterno-filial (en la estela de la que mantenían Manoel y el chaval en Capitanes intrépidos) que, por primera vez, logrará crear vínculos afectivos en el chaval, quien empezará a sentirse integrado y querido, pese a la severidad bienintencionada con que es tratado por la señora McKay.

Paralelamente, el film nos cuenta los vaivenes de la relación sentimental entre Hod y Ann, quienes se profesan sincero amor, pero entre quienes se interponen sus diferentes prioridades y estilos de vida. Mientras él es un amante de su vida marinera y no alberga mayores ambiciones, ella desearía una más cómoda vida y diferente profesión para su amado, influida por el ambiente y telón de fondo de la localidad en que viven, donde son numerosas las familias que han padecido la desgracia de perder a alguno de sus miembros en alta mar (un halo fatalista y amenazador sobrevuela a los personajes, pero King no es capaz de ponerlo en escena con la suficiente corporediad fílmica, con la presencia que requerían el relato y los personajes, excepto en la escena del premonotio y desasogante funeral con que se cruza Ann).
Los temores y reproches de Ann llevarán a Hod a probibirle a Danny que siga acompañándoles a pescar y a intentar romper amarras con él, lo cual provocará la despechada huida del chaval en una barquichuela mar adentro, hacia Boston, justo cuando Ann y la señora McKay le preparaban una fiesta de cumpleaños sorpresa, dando lugar al climax dramático del film, ya que Hod y su socio deberán salvar al muchacho de una segura muerte en plena tormenta (escena narrada por King de manera confusa y atropellada), para devolverle sano y salvo al hogar de la señora McKay. Sin embargo, cuando la normalidad parecía recuperarse, Danny será acusado de haber robado una cámara de fotos para su posterior empeño, en vistas a obtener algo de dinero para su aventurera huida, lo cual dará con su condena a ingresar en el reformatorio.
Tras lo que parece la descomposición del mismo, el desenlace del film nos llevará a la recomposición del núcleo, ya que Hod, tras descubrir que el pequeño Danny está en el reformatorio, logrará excarcelado gracias a la ayuda de un político local amigo (Ed Begley), solicitando adoptarle y perdonando el desliz del muchacho, en un clásico esquema de culpa-arrepentimiento / perdón-redención, tras darse cuenta de que se trata de uno de los suyos, de su estirpe, tal como se lo refiere a Ann al darse cuenta de sus sentimientos, intentando, a su vez, convencerla y ahuyentar sus miedos: ‘Donny es hijo de pescador, la pesca está en su sangre”.

En la canónica escena final, después de que el juez le conceda a Hod la custodia de Donny, vemos a los personajes, a los que se suma Ann, tras asumir la personalidad de su amado Hod y superar sus dudas (ese miedo al mar que le achaca Hod: “Te aterroriza el mar”), montando en su barcaza, dirigiéndose hacia un despejado y armónico horizonte, en un final abierto pero positivo y feliz.
King nos ha ido mostrando de manera pausada y reposada las relaciones y motivaciones de este pequeño grupo de personajes, centrándose especialmente en el personaje de Danny, cuya orfandad y sentimiento de soledad, y su lucha por la integración mediante el descubrimiento del referente paterno del que no ha podido disfrutar en la figura de Hod parecen ser lo que más interesa a King del relato (más, sin duda, que la relación sentimental, apenas esbozada y prendida con alfileres, siempre en un plano secundario). Asimismo, el pesaroso y neblinoso ambiente de la ciudad, la fatalista llamada del mar, su ineludible influencia, reflejados en la fotografía del gran Joseph LaShelle, parecen influir en la ofuscada actitud de los personajes pese a su carácter positivo y fuerte, marcando sus derroteros, hasta llegar a la abierta y más luminosa conclusión.
Esa misma pesadumbre parece influir también en el director, quien, pese a los nobles y poderosos mimbres de que disponía en este melodrama, no es capaz de superar un cierto tono monocorde, una átona morosidad narrativa que impide al espectador la conexión que pretende el relato, sobria y competente narrado, con sólidos personajes e interpretaciones, pero falto de punch narrativa y de pegada emocional.

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